Escucho la canción “Blue Train” de Page & Plant, antiguos componentes de Led Zeppelín y sólo me sugiere una cosa: Goyaz.
No sé. No sé porqué. Hoy ha salido un día digno de verano; el sol baña la ciudad, haciendo que el frío invernal acapare menos importancia. Así que esa sensación estival desemboca en el recuerdo de Goyaz.
Goyaz, pueblo de Tolosaldea, nace cada día bajo las faldas del monte Ernio. Entre sus particularidades se encuentra su iglesia, la cual se sitúa, según pone allí mismo, en el mismísimo centro de Guipúzcoa.
He vivido innumerables ratos con mis amigos en este pequeño paraíso y todos hemos proclamado aquél lugar, más o menos, como nuestro segundo hogar.
En Goyaz hay una casa que pertenece a la Iglesia y que durante años ha sido sinónimo de Evasión para muchos. Los jóvenes que hacían la confirmación en la parroquia de Larratxo solían ir allí de convivencias, y E., que hasta hace poco ha llevado el coro de la parroquia, solía pedir cada dos por tres las llaves de la casa, de tal modo que subíamos a menudo a un edén que está a cuarenta kilómetros de La Bella (y Burguesa) Easo.
Cuando comencé a ir era una joven mucho más tímida y reservada. Sólo tenía 17 años y la convivencia porque sí, sin los padres, a veces me parecía quedárseme un poco grande; otras en cambio se me presentaba suculenta, por eso de no tener que justificar cada uno de mis movimientos cada vez que hacía algo.
Para nuestra desgracia, la parroquia tomó la decisión dejar la casa este último verano, por lo que no hemos regresado a sus pilares desde julio. Esta casa, que cuenta con siglos de existencia a sus espaldas, cuenta con la nominación de “patrimonio histórico”, aunque está hecha polvo en su interior; si bien hay pisos que fueron, más o menos, restaurados por los jóvenes que iban de convivencias, igualmente hay pisos que son inhóspitos. ¿Cómo es posible que “un patrimonio histórico” esté tan desamparado...? Sin palabras... El caso es que hace unos años el párroco de Larratxo decidió arreglar su tejado, y ahora, que ya ha terminado de pagarlo, ha decidido dejar la casa al obispado, pues esta ya sólo servía para generar gastos y poco más.
De este modo, con 21 años, pisé la casa por última vez.
Mi cajita de Pandora, eso es la casa. Mis raíces, mi ingenuidad, mis sueños, mis esperanzas, mis ilusiones, mis amigos, mi escritura, mi evasión... Se han quedado tantas partes de mi dispersas en su interior, que es como si una pequeña parte de mi se hubiera quedado allí.
A veces me imagino sentada en el comedor, con las ventanas del balcón abiertas, y puedo ver el bosque frondoso justo enfrente, como siempre. Puedo percibir el olor a abono desde ahí; el frío viento barriendo la habitación, mientras el silencio me recuerda todas esas veces en las que me perdí sola entre sus pisos, para pensar o escribir, para llorar o simplemente hablar con algún confidente.
La complicidad que surgía entre sus paredes era tan mística... No importaba que no hubiéramos mantenido ninguna relación en los meses anteriores, podíamos juntarnos en aquél paraje como si el tiempo nunca hubiera transcurrido, con la ilusión de volver a compartir unos días -sin teléfono (aunque más tarde llegaran los móviles), sin televisión, ni radio... desconexión total en definitiva, que poco a poco fue siendo usurpada con la llegada de los ordenadores (menos mal que no podíamos acceder a internet)... El caso era llegar al final de la semana y tener que adaptarse al ritmo habitual, con un alubión de noticias de las que nos habíamos privado de forma inconsciente...
Allá por diciembre regresamos para comer en un bar del pueblo y, aunque no fue lo mismo, volver a pisar aquél espacio fue un gran regalo.
Sin duda, el día de mañana espero poder contarles a mis hijos o sobrinos, quien sabe si incluso nietos, todas aquellas anécdotas que nos dejó Goyaz... Hay tantas sensaciones que no se pueden imprimir en palabras, que será realmente complicado hacerles entender lo mucho que significará para todos aquél lugar.
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