miércoles, 20 de enero de 2010

El encuentro

El aeropuerto no se parecía a los que había visto por televisión. Era pequeño y lejos de tener un tráfico aéreo intenso, estaba casi vacío. Custodiado por señores de uniforme verde, posé la vista sobre el sombrero que portaba uno de ellos. Vaya unos maleducados, pensé. Mi padre siempre apela a Gabi cuando está en casa con la gorra puesta. Pronto mi atención se vio atraída por el acto casi protocolario que antecedía al embarque en el avión.

Una vez en mi asiento, releí una y otra vez el nombre inscrito en todas y cada una de las cabeceras de los asientos: Aviaco, decía. Durante el vuelo me obsequiaron una bolsita que mi madre se empeñaba en llamar sacacuartos. Contenía una pequeña libretilla con pasatiempos, una bolsita de cacahuetes pelados y requetesalados, entre otros. Hubo un instante en el que mi madre me pidió uno, a lo que yo me negué porque si se trataba de un sacacuartos era algo claramente negativo y, por supuesto, no le iba a hacer partícipe de aquella malinfluyente cata. Sentí una sed extrema, eché el ojo al refresco que ella había pedido y me plantee chantajearla. No hizo falta. Obviamente mi madre era más lista que el niño de ocho años que tenía delante.

Llegamos a la Madrid en menos de una hora, o lo que es lo mismo, en lo que tardé en pintorrejear, romper y tirar el cuadernillo que antes me habían dado. Ya en el nuevo aeropuerto, la amá se estaba meando mucho, por lo que no dudó ni un instante en dejarme en la primera tienda que vimos. Se trataba de una librería. Vuelvo enseguida, dijo, vale, constesté. Fue un lujo gozar de cinco minutos de total independencia, ya que pude echar un vistazo rápido a varias portadas de revista. Así es como se despide el año en Nueva York, aclamaba una de las publicaciones de viajes. Nostálgicos: Alfa Romeo Giulietta Spider Veloce, se leía en un magazine de automóvil con la flamante imagen de un vehículo rojo. El mundo de Sofía, Jostein Gaarder, decía uno de los primeros libros que acerté a ver. Había un jaleo impresionante en el exterior del comercio, pero mi madre, que taconea de una manera muy particular cuando tiene prisa, se dejó oir desde lejos y tiró de mi brazo desde atrás. Venga vamos, dijo. Yo, que estaba intrigado por saber qué obra seguía en el ranking de los diez libros más vendidos, me quedé con la curiosidad para todo el día. Me atraían tantísimo los libros de los mayores...

La jornada terminó con mi primera estancia en un hotel, de dos estrellas, dicho sea de paso. Recuerdo que dormí fatal, pues estaba convencido de que algún perturbado acechaba; aunque estuviéramos en un cuarto piso, se me figuraba algún maleante capaz de entrar por la ventana y romper con nuestra paz. A la mañana siguiente no recuerdo a ciencia cierta lo que desayuné, aunque sí recuerdo los envoltorios vacíos de bollería industrial que restaron sobre la mesa al irnos. Tenía tantísimo sueño que, por una vez en mi corta existencia desee estar en la parte baja de los percentiles médicos, ser más chico de estatura y que mi madre me llevara en brazos. Nada más lejos de la realidad. Mi madre me llevaba de la mano y yo la seguía mecánico, con los ojos entre cerrados. Pagó al señor de la recepción del hotel, quien nos regaló dos peines con el nombre del hotel inscrito. Qué caca, pensé.

Cogimos un taxi con un conductor estupendo. El hombre, que era consciente de que se trataba de nuestra primera visita a la ciudad, nos comentó los lugares que debíamos visitar sin falta. Yo me emocioné al saber que existía un edificio enorme que contaba con más de tres decenas de pisos. Atosigué a mi madre para subir hasta el mirador que en él se encontraba, pero visitar la ciudad no entraba dentro de los planes. Acudimos a un hombre trajeado, quien tenía un bigote bien grueso; mi madre garabateo sobre unos papeles que después guardó en un sobre color marrón. Otra vez nos apresuramos a coger un taxi, de tal modo que, casi sin darme cuenta, estábamos subiendo a un autobús dirección Ciudad Rodrigo.

El viaje se hizo eterno pero por fin llegamos a, como dice mi padre, Pueblo Rodrigo. Nos dirigimos a las entrañas, al corazón del lugar, y por el camino descubrí el encanto de una vieja juguetería, la ya anticuada decoración de una farmacia, una librería que vendía todo lo imaginable menos libros aunque sí infinidad de revistas, una carnicería que parecía estar ornamentada por longanizas y así, decenas de comercios de los que la gente salía, entraba y vivía su día a día. Doblando la esquina de lo que supuse era un edifico singular se encontraba él. En pleno verano, con pantalón de pana verde botella ajado, camisa a cuadros y boina negra. Fue la primera vez que vi a mi abuelo.

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